Ejemplos, buenos ejemplos, arquetipos de conducta o lecciones de vida se pueden generar en cualquier momento de la vida y en muchas circunstancias de la misma. Desde los más variados ámbitos y en cualquier parte del mundo pero, obviamente, que trascienden como ejemplos de vida solo cuando pueden ser observados por cientos, millones de miradas desde todo el planeta.
Y ello se vivió con emoción y crueldad el sábado anterior en el marco de la tremenda victoria de la japonesa Naomi Osaka en la final femenina del US Open 2018. Un triunfo épico, por todo lo extra deportivo que generó esa leyenda viviente llamada Serena Williams y su fanático público por sus lamentables actitudes, hoy repudiadas por todos.
Una victoria inesperada, bien desde el lugar de punto, ante una banca que cayó de rodillas pero con esas caídas que hacen mucho, mucho ruido. No solo por la derrota deportiva en sí, de última una sorpresa más entre tantas, sino por la contundencia demostrada por esta tímida jovencita de 20 años recién cumplidos y, por sobre todo, por qué lo alcanzó dentro de un grotesco papelón que será imposible de olvidar por mucho tiempo.
Un papelón que, como del ridículo, será imposible de volver y revertir y que tuvo como protagonista principal a la histórica e inigualable Serena Williams y como actores de reparto a un público estadounidense impresentable. Que no solo insultó a un correcto Juez como el portugués Ramos, sino a la propia Osaka que tuvo la osadía y el “pecado” de arruinarles la fiesta con una soberbia demostración de dignidad que el mal entendido hedonismo yankee no pudo soportar desde las gradas. Un público fanatizado hasta los huesos por la vehemente y demagógica postura de Williams de exigir ganar solo por el apellido, impregnando el ambiente de un falso y enviciado patriotismo. El mismo público que, no tengo la más mínima de las dudas, ya estará recapacitando de su error y con total seguridad ovacionará de pie a esta humilde japonesita en el 2019 cuando vuelva a pisar el mismo escenario como campeona defensora.
Cuando el tiempo inexorablemente corra, quizás no se recordarán tanto los insultos de la estadounidense al Juez, sus permanentes lágrimas o toda la histeria puesta de manifiesto con rotura de raquetas incluida. Tampoco el par de correctas sanciones a la local, el cobarde abucheo a su humilde rival solo por aplastarla desde lo deportivo y ni el mismísimo primer Grand Slam de una japonesa en el tenis femenino. Todo ello seguro se irá diluyendo con el tiempo y solo quedará como una estadística de relieve más. Pero lo que no se borrará con todo el tiempo por venir será la lección de vida de esta dignísima jugadora, mezcla de haitiana y japonés, que no pudo siquiera levantar su mano y solo festejó en la intimidad de sus lágrimas con un profundo y típico respeto oriental para quienes no lo merecían.
Naomi Osaka ya está, inesperadamente, en los anales de la historia grande del deporte mundial pero no por su palpable hazaña deportiva en rodeo ajeno. Está en la historia grande por esta maravillosa lección de vida en todos los sentidos imaginables, regalándonos desde su introvertida personalidad y corta edad el aire puro necesario para contrarrestar tanta soberbia y prepotencia dispersa en todos lados. Un aplauso mayúsculo, gigante para ella y para quienes la formaron como “persona” con todas las letras todas.