(Tributo al Cine Colón que hizo feliz nuestra infancia)
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El vigía vio algo que se movía entre las cortaderas mecidas suavemente por el vientito de septiembre.
Vestido totalmente de verde como Robin Hood, estaba encaramado al único algarrobo existente en el bosquecito de churquis y espinillos. El vigía no portaba arco ni flecha en el carcaj. Tenía una mini bolsa de arpillera repleta de piedras y tuercas “encontradas” en algún taller de la zona y una gomera así de grande confeccionada con tiras de cámaras viejas de la empresa paterna.
Y una puntería endemoniada. Le acertaba a una lata de arvejas a 30 metros.
Fácil se le hacía pegarle a algo que se asomaba a menos de 15 metros de su atalaya entre las ramas.
Ese “algo” que apareció entre los yuyales era un escudo de madera terciada que portaba el explorador de la “avanzada” enemiga ataviado como un centurión romano, con casco y muñequeras de lata y una espada de madera.
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Mañana a las 3 de la tarde en el montecito, fue el desafío de dos barritas de pibes que iban mayormente a la Escuela Rivadavia pero reforzadas con alumnos de otras escuelas primarias.
El Montecito Independencia le decíamos a ese lugar donde hoy están los predios de Pauny. Un poco más allá, en un claro, estaba la pelada canchita de fútbol en la que disputaban los partidos de “baby” los equipos de Independencia, Ford Agencia, Estrella Norte, Los Vencedores y otras formaciones cuando el fútbol no estaba organizado como hoy por las ligas regionales.
Ese lugar era neutral pero no decidido por las “fuerzas beligerantes” sino porque en el descampado no sabías de qué lugar de los yuyales podía venir el piedrazo.
Ese “claro” en el montecito cumplió un rol fundamental en este cuento. Pero no nos adelantemos.
El tuercazo arrojado por la gomera del vigía abrió un hueco del tamaño de un puño en el escudo del centurión quien rápidamente retrocedió y se arrojó como venía en el zanjón.
Era inminente el contragolpe seguro con más piedras, mazacotes de barro seco y demás proyectiles. Pero algo pasó.
Hubo un largo silencio y un grito al unísono de los bandos combatientes: “La policíaaaa!!!”.
En la canchita de fútbol divisamos no a Lady Marian ni a Escipión el Africano, sino a la vicedirectora del Rivadavia y a un oficial que en el apuro por huir no vimos bien. Lo único que recordamos es que tenía el pelo rojo.
Nunca supimos quién les avisó.
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En las escuelas, al otro día nadie habló. Ni los combatientes ni las autoridades.
Nosotros esperábamos la matiné del domingo para emular al Capitán Marvel, Los Caballeros del Rey Arturo o a John Wayne cabalgando por el Río Bravo.
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El resultado del desafío fue un salomónico empate.